jueves, 14 de octubre de 2010

DEMOLIENDO LA TEORÍA DEL BIG BANG (Parte 1 de 5)

LA HUMANIDAD Y SU ENTORNO: EL UNIVERSO

Desde los tiempos más remotos el ser humano se ha planteado cuestiones existenciales al contemplar el universo en la profunda esfericidad de una noche de verano.¿Quienes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos? Son las típicas preguntas que la humanidad siempre se ha formulado a cerca de sí misma y el individuo.

¿Cómo se formaron las estrellas? ¿Cómo se formó el mundo? ¿De qué está hecha la materia? Son las otras típicas correspondientes a cerca del entorno, aunque antiguamente eran formuladas en términos de creación, como por ejemplo ¿Cómo fueron creadas las estrellas? ¿Cómo se creó el mundo? Y casi de manera espontánea surgía el problema del demiurgo ¿Quién creo el universo?

Las religiones hablan de creación y la ciencia de formación, pero desde los cataclismos de Hiroshima y Nagasaki en 1945 hay un grupo grande de científicos que no toleran la menor crítica acerca de una supuesta creación del universo que consideran un hecho sobradamente probado, un dogma de fe al que llaman Teoría del Big Bang.

Lo que es realmente extraordinario es que siempre y en todo momento hemos tenido una respuesta para todas ellas, pues el ser humano no tolera bien, por naturaleza, su propia ignorancia. Antes de reconocer sus propios límites intelectuales y cognoscitivos, y reconocer humilde y llanamente que no tiene una respuesta para tal o cual cuestión, se inventará lo que haga falta, por aberrante que parezca a un sentido común medianmente claro, antes que resistir la tentación de emitir sentencias firmes sobre lo que no tiene ni remota idea.

Es más, parece que siempre se ha cumplido un máxima sapiencial que reza: "a mayor tamaño del misterio o de la laguna en un saber humano que se trate en un momento dado, más categóricamente se defenderán las hipótesis que pretendan abordarlo, como si fueran verdades absolutas e incontestables, hasta el extremo de consolidarse en un fenómeno disuasorio y amenazante de inquietudes y responsabilidades que se conoce como la fe".

El ser humano, por naturaleza, odia a dios, aunque cree que lo ama. Teme al conocimiento aunque cree que lo ansía y lo persigue. Necesita un creador. Y necesita sentirse parte de la creación porque, como mortal y ser profundamente efímero, siente una terrible aprensión, por no decir aversión, hacia lo infinito y lo eterno, cual siente que es la naturaleza del universo. Necesita imperiosamente un creador, aunque sea invisible, ciego, sordo y mudo. Necesita un Big Bang para enmascarar sus propias carencias de respuestas. Necesita sin pretenderlo ni siquiera saberlo, una creación mutable y temporal, qué indeterminación, qué herejía.


EL ÁTOMO

Desde Demócrito al menos (siglo V ac), sabemos que todo en el universo está compuesto de diminutas esferas llamadas átomos, que significan en griego “indivisibles”. Sin embargo, sólo se ha podido demostrar su existencia a principios del siglo XX, su existencia y una aproximación sobre su tamaño: "si los pusiéramos en fila cabrían en un milímetro más de un millón de átomos". Ciertamente en un grano de arena hay miles de millones de átomos de silicio.

Desgraciadamente, en cuanto se logró tan brillante aproximación, muchos teólogos se pusieron una bata blanca y corrieron a buscar una noticia equivalente sin temor a dar la nota. Si los verdaderos científicos ponían medida a lo más pequeño, ellos tenían que medir lo más grande.

Y nos regalaron la arrogancia de medir el universo ya no en parsecs, en años luz o en vulgares kilómetros, sino en átomos. No hay que olvidar que para estos gansos homologados y becados, el universo observable es todo el universo, y por tanto, cuantificable. Para los creacionistas de la astronomía existen 10 elevado a la 70 potencia átomos en todo el universo, es decir, diez billones de billones, de billones, de billones, de billones, de billones, de billones, de billones, de billones, de billones, de billones, de átomos, alguno más o menos.

Todos se conforman, aplauden esta estimación feliz y se reparten subvenciones para todos. Cómo hemos progresado en este siglo de locura tecnológica, eso sí es filosofar a martillazos, amigo Nietzsche.

También se sabe ya que existen 92 tipos de átomos, ordenados de manera más o menos coherente en lo que se conoce como la tabla periódica. Los átomos, como unidades elementales de la materia se les denomina en esta tabla "elementos" para diferenciarse del genio de Demócrito, que diferenciaba tan sólo cuatro tipos de elementos: agua, tierra, aire y fuego, más quizás un quinto elemento que no se sabe con certeza si era conocido por este padre de la ciencia o no: el éter, o dimensión inmaterial y atemporal que interpenetra la nuestra.

Hoy los físicos teóricos contemplan muchas más dimensiones entre montañas de incomprensibles ecuaciones, y los empíricos muchos más elementos que en la Grecia presocrática, pero el problema fundamental sigue aún sobre la mesa ¿el universo es eterno, o tuvo un origen y tendrá por tanto un final?

Para muchas mentes privilegiadas la creación del universo es , como dije antes, indiscutible, lo consideran hace siglos un hecho probado mediante un simple razonamiento: si algo existe habrá sido creado.

Ahora la conclusión es la misma, y aunque el razonamiento es también bastante simple, viene acompañado de colosales ecuaciones que pretenden ratificarlo. Este rompecabezas teológico tiene nombre de epopeya hollywoodiense, como ya sabrán, se llama Big Bang.

Y se quedan tan campantes. Según la física académica, es decir, para los licenciados en físicas, el vacío, el tiempo, la gravedad, el magnetismo, la luz, la radio, la entropía, etc. son fenómenos muy interesantes que sencillamente no existen.

Aceleradores de partículas como el BNL de Nueva York, el Fermilab de Chicago o el CERN de Suiza, con miles de millones de dólares y euros de presupuesto de los contribuyentes cada año, se han construido para estudiar fenómenos que no existen.

Oficialmente, están tratando de recrear en laboratorio el primer instante del universo. Si esa idea les hace ricos y felices, suerte que tienen, pero por lo pronto, que vayan actualizando sus dogmas: "lo de menos en el universo son los átomos".

Tú y yo somos átomos, lo sabemos muy bien. Somos combinaciones de oligoelementos en base de carbono, pero ¿de qué están hechos los pensamientos? ¿los sentimientos? ¿los recuerdos? ¿de qué está hecha la felicidad? ¿de qué esta hecho el futuro?

Mientras nos distraen con el Big Bang y se pulen nuestros impuestos, cuando descubran la antigravedad, la potencia del vacío, la fusión fría, o la fisión controlada, entonces, como siempre, se forrará alguna compañía privada y se formará a su alrededor una bonita tecnocracia, para decirnos cómo es el universo y su nueva edad estimada.

Se jactan de conocer el número de átomos que hay en el universo, cuántos tipos de átomos existen y de qué manera se han creado cada uno de ellos, y como colofón, afirman que la respuesta al misterio de la "creación" está en el corazón de cada átomo del universo (creo que si se les pone un par de copas más nos, explican el misterio de la transustanciación y el de la santísima trinidad por el mismo precio).

Es formidable que se cumpla la profecía new age en su sección de convergencia entre la religión y la ciencia, pero me horroriza comprobar que la facultad de física se haya doblegado tan impunemente y convertido en una facultad de teología refinada para gente selecta.


UN POCO DE HISTORIA SOBRE LA "CREACIÓN": MARIE CURIE

La historia del "génesis según la física" comenzó a forjarse hace poco más de cien años en un pequeño laboratorio de París, donde una doctora en química experimentaba las cualidades de un metal radioactivo natural, el radio.

Esto no quiere decir que Marie Curie fuera creacionista, eso no lo sabemos ni lo creo, tan sólo que el pensamiento científico, y en especial el de la física, experimentó un salto espectacular a partir de las observaciones que esta doctora realizó decididamente, sobre un metal cuya energía parecía inagotable, una energía que la comunidad científica denominó (y algunos bautizaron) radioactividad.

No hace falta describiros cómo terminó la gran señora. Sus blocks de notas, cien años después, siguen generando enormes cantidades de partículas radioactivas.

Marie Curie descubre en 1898 un metal gris que desprende una energía que penetra en todo, como las ondas de radio, motivo por el cual lo llamó radio. Sin embargo esas ondas no eran inofensivas como las que portaban noticias y melodías musicales por el aire desde una central emisora hasta unos receptores fabricados a base de transistores.

Las ondas que estudiaba Madam Curie velaban placas fotográficas antes de extraerlas del precinto, y lo que es peor, también quemaban la carne humana. La quemaban misteriosamente desde dentro, y también de manera funesta, pues cuando aparecían erupciones en la piel los órganos internos ya se habían dañado irreparablemente y sólo cabía esperar la muerte. Pero esta cualidad aún era desconocida mientras Curie laboraba.

Curie tardó décadas en percatarse de la nocividad del radio. A ella le interesaba su potencial energético como la perfecta candidata a ser una pila inagotable. Calculó que un gramo de radio podría contener un potencial equivalente a cien toneladas de carbón. Era lo más ecologista que se había escuchado hasta entonces.

El descubrimiento fue un hito para la humanidad. Los ciudadanos franceses y la prensa rosa se fascinaron con el radio aunque nadie sabía lo que era la radioactividad, ni mucho menos las consecuencias de una exposición prolongada a una fuente radioactiva.

Todo el mundo supuso que esa energía debía ser saludable, y los laboratorios cosméticos se lanzaron a una frenética y descabellada campaña de marketing de productos radioactivos para el baño: colonias, perfumes, jabones, geles y cremas atómicas, agua radioactiva capaz de curar ell cáncer, potenciadores sexuales que se colocaban en el escroto, supositorios y demás ungüentos se anunciaban sin el menor reparo, y el precio del radio se puso por las nubes, se fabricaron incluso cuchillas de afeitar hechas de radio (no cabe duda que como exfoliante no tendría parangón).

Para los científicos la radioactividad era la revolución de las leyes de la física, y se lanzaron a su estudio toda una generación de eruditos intelectuales, igual que ahora se mantienen ocupados en la búsqueda del gravitrón, pues si los extraterrestres lo tienen ¿porqué nosotros, que somos los buenos de la película, aún no?

Veinte años más tarde se comprendió la naturaleza del átomo, y por ende la del universo, material, y por seguir empleando el vocabulario cosmogónico-teológico de los “creyentes” de la teoría del Big Bang, lo llamaremos "revelación". La naturaleza del átomo fue una "revelación de los años veinte.

La revelación o iluminación divina de 1919 permitió extraer la conclusión más sorprendente de todas. De repente, y sin haber nacido aún a Harry Poter, se había descubierto la piedra filosofal, si Paracelso levantara la cabeza... Y esa piedra filosofal que levantaba ampollas de toda índole, se llamaba radio.

La humanidad había cumplido el viejo sueño filosófico de convertirse en alquimista, aunque más que soñar con el oro filosofal se comenzó a especular con la cantidad de radio que sería necesaria para volatilizar una ciudad, pues no hay que olvidar que de entre los mecenas de la ciencia siempre se ha destacado el ejército, agazapado, discreto y maquiavélico, el cual siempre ha exigido, como cabría esperas, digamos, aplicaciones de urgencia proporcional a su capacidad destructiva, de momento sólo teórica.


EL PRIMER ALQUIMISTA CONOCIDO: ERNEST RUTHERFORD

Grandes científicos de las épocas más remotas y desconocidas, hasta otros más recientes como Isaac Newton, Robert Boyle y John Locke fueron seducidos por la posibilidad de transmutar ciertos metales vulgares en otros más escasos y valiosos por medio de la alquimia. Y por fin, en 1919, en el departamento de física de la Universidad de Manchester, la humanidad comenzaría, gracias a Ernest Rutherford, a comprender los mecanismos para dominar este arte, de alguna manera (a ser atropellado por un rinoceronte se le debe llamar dominio del toreo).

Por supuesto, semejante gloria y riqueza no podía caer en manos laicas. Este conocimiento, que podía hacer tambalear a la religión, como cualquier avance científico con repercusiones filosóficas, debía ser “convertido” en un instrumento que demostrase nada más y nada menos que la existencia de un "Creador" con mayúsculas, es decir, que explicase la existencia del cosmos, la existencia de todo, en un paquete mental compatible con la versión humana actual...

Así, en los años treinta se publicó por primera vez un bosquejo de la omnipresente teoría del Big Bang que, como verán, de moderno esta idea tiene poco, y de original tampoco, pues es una versión refinada del génesis bíblico.

Todos los alquimistas físicos habían fracasado, no así los alquimistas filosóficos, por supuesto.

El primer alquimista que tuvo éxito realmente en el campo de la física fue, pues, Ernest Rutherford, un neozelandés intuitivo y paciente que puso patas arriba las leyes convencionales de la física.

Su descubrimiento fue casi accidental. Uno de sus alumnos observó que cuando un material radiactivo como el radio era sellado en un recipiente con aire, aparecían cantidades anormales de hidrógeno, se generaba hidrógeno ¡como de la nada!, aquello era un reto sublime para un físico experimental como Rutherford.

Empezó aislando los gases que contiene el aire natural: nitrógeno en su mayoría (78%), oxígeno (21%), dióxido de carbono (menos del 1%), agua y otros gases, y observó el comportamiento de cada uno de ellos por separado, en presencia de radioactividad.

Le llamó poderosamente el primero y más abundante de todos ellos, el nitrógeno. En presencia de radioactividad el nitrógeno desaparecía y aparecían dos gases diferentes que antes no estaban: el oxígeno y el hidrógeno.

El primer alquimista físico conocido había transmutado un elemento en otros dos elementos diferentes, y el radio había sido su piedra filofísica, ya que la filosofal pertenece a otro ámbito del conocimiento.

Lo que no sabían todavía era que los núcleos del nitrógeno se habían dividido, se habían partido literalmente.

No conocían aún la constitución de los átomos, apenas conocían su tamaño. Sabían que hay más átomos en un sólo vaso de agua que vasos de agua en todos los océanos del mundo, que ya era mucho saber.

Rutherford enseguida comenzó a intuir la estructura interna de un átomo, que describió exactamente como un sistema solar, la imagen que aún se conserva por la comunidad científica. con muy pocas variaciones.

Se trata del modelo atómico de Rutherford: en la posición que ocupa la estrella, el sol, se encuentra el núcleo del átomo, y alrededor, como si de planetas se tratase, se encuentran orbitando los electrones. Se decía que la magia de la vieja alquimia le había "revelado" tal imagen del átomo (era demasiado querido como decir que el diablo se lo había susurrado).

Ernest no era muy amigo de las complicadas ecuaciones con que se justifican algunos físicos teóricos, tediosas y farragosas, que se equivocan en un signo y les salen unas cuantas dimensiones de más.

El era eminentemente práctico, un inspirado. Le basto un momentáneo resplandor para poner a toda la física patas arriba y ofrecer la explicación que aún persiste acerca de la radiactividad. Dejó las demostraciones para los matemáticos y demagogos que viven de y para la ciencia, y también de refutar hipótesis, labor encomiable donde las haya :-)

Nota: conste que yo no estoy refutando una hipótesis, yo, a lo largo de este artículo, refutaré un hecho sobradamente probado, como los clavos de cristo, que lo siguen llamando “teoría” porque la biblia prescribe humildad.


EL MODELO ATÓMICO DE RUTHERFORD

La idea simple que buscaba Rutherford, y que aún funciona, fue imaginarse al núcleo atómico como un bloque de pequeñas esferas rígidas unidas muy, muy fuertemente. De esa manera se podía construir imaginariamente, a partir de un pequeño grupo de elementos simples, una gran variedad de elementos más y más complejos, hasta la totalidad de todos ellos.

El hidrógeno, que es el elemento más sencillo y abundante en el universo, consta de una única esfera nuclear a la que denominó “protón”, derivado del griego que significa “primordial”. Y todos los demás elementos se construirían añadiendo otros protones a ese núcleo de hidrógeno. Es todo.

El helio, que es el segundo elemento más ligero y más abundante en el universo, tiene dos protones. El litio tiene tres, el berilio cuatro, el boro cinco, el carbono, nuestro principal constituyente, el ladrillo de los oligoelementos, tiene seis, y así sucesivamente hasta completar los 92 tipos de elementos, o átomos distintos, que existen en la naturaleza.

Esta idea, que como ya digo aún perdura, de definir cada elemento por el número de protones que contiene su núcleo, fue toda la inspiración de Rutherford, una idea “divina”.

Después, llegarían los carroñeros para explicarnos, a partir de esta idea simple y genial, la creación de todo el universo, hasta de lo que no son átomos ¡ffffff!.

Y mientras unos escudriñaban la palabra de dios entre las estrellas, otros seguían exprimiéndose la sesera para resolver las nuevas incógnitas que acompañaban a las ideas surgidas en cascada desde los núcleos de Rutherford.

De inmediato se supo que los protones eran los responsables de casi toda la masa de los núcleos pequeños, y que eran además sensibles a los campos electromagnéticos, en concreto se comportaban como cargas positivas. Pero ¿Cómo podían mantenerse tan fuertemente unidos los protones en los núcleos de los átomos, si es sabido que las fuerzas del mismo signo se repelen?

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